Norma Molineiro: el ejemplo a seguir que nunca conocí

Retrato de Norma Molineiro.

Norma Molineiro: el ejemplo a seguir que nunca conocí

Fotografía de Norma Molineiro sentada con un vestido negro con flores blancas, tomada por su  hija Gladys Molineiro en el día de su matrimonio. 
Autor: Gladys Molineiro
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Gladys Norma Baeza Morgado, la mujer que arriesgó su vida durante la dictadura de Augusto Pinochet, y encarnó los principios de generosidad de su fe.

Por Paula Jofré Molineiro.

Versión en audio del perfil periodístico de Norma Molineiro, por Paula Jofré M.

Nacida un 26 de abril de 1926, mejor conocida como “la Norma Molineiro”, por el apellido del hombre con el que nunca se casó, pero con el que compartió su vida, Guillermo Molineiro. Tuvo seis hijos, cinco hombres y una mujer, la única, mi mamá.

Yo nunca conocí a mi abuelita Norma, se la llevó el cáncer mucho antes de que yo naciera, pero crecí escuchando las historias que mi mamá me contaba sobre ella. Lo único suyo que tengo es una foto tamaño carnet, de muy mala calidad, donde se ve su cara. Cuando yo tenía unos 6 años, pensaba en ella como si fuera una especie de ángel guardián a la que le rezaba para que nos cuidara. Cosas de cabra chica que iba a colegio católico. Pero supongo que esa idea de que era un ángel guardián no venía de la religión, sino de la imagen que tenía de ella, de la mujer de carne y hueso.

Fue una mujer excepcional. Era muy devota a su religión, pero no del tipo de ir a misa todos los domingos a golpearse el pecho y luego quedarse de brazos cruzados en la casa. Para ella, la mejor forma de vivir su fe era ayudar a los demás, y así lo hizo durante toda su vida.

Vocación por la ayuda social

Cuando vivieron en La Cisterna, por allá por la Avenida Lo Espejo, cruzando la calle había un campamento. Mi abuelita se hizo amiga de las mujeres que vivían ahí y les compartía luz y agua de su casa para ayudarlas. Como era profesora, armó en una pieza de la casa una sala de clases y mi tata le construyó las mesas y sillas para poder enseñarles a los niños del sector. Ahí les enseñó a leer y escribir. Mi mamá dice que cuando se cambiaron de casa, las vecinas, sus amigas todas, lloraban porque se iba.

Llegaron a vivir a Ñuñoa cuando mi mamá era chica. La familia Molineiro fue una de las primeras familias que llegó a poblar lo que se transformaría, años después, en la famosa Villa Frei. En esos años todavía no estaban los edificios característicos ni los colegios, sino que había apenas algunas casas habitadas y una chacra. Vivían por Eduardo Castillo, cerca de un convento. No había una parroquia donde ir a misa, asique la gente entraba a la capilla del mismo convento. Mi abuelita Norma se organizó, junto a la gente del barrio y los sacerdotes, y pidió autorización al Arzobispado para que se construyera una parroquia afuera, en el barrio.

Aunque vivían ahora en Ñuñoa, no se olvidó de su antiguo hogar, y siguió durante algunos años con el preescolar de La Cisterna. Además, armó una red con sus grupos de amigos y contactos para ayudar a las personas de los campamentos de lo que ahora es Peñalolén. Mi mamá y mis tíos recuerdan que la casa siempre estaba llena y que venían personas de todas partes, una gran red de apoyo en que mi abuelita era mediadora para la realización de trueques entre quienes formaban parte.

Recuerda mi mamá que a veces pasaba un caballero tocando los timbres de las casas pidiendo comida. Mi abuela siempre le daba. Incluso a veces se le olvidaba dejarle y les sacaba comida de los platos a ellos. Ellos reclamaban y ella les decía: “Ustedes comen todos los días, 4 veces al día. Él quizás de cuándo no come y cuándo va a comer de nuevo”. Yo escucho y pienso que de ahí lo debe haber sacado mi mamá, eso de siempre intentar ayudar a quienes lo necesitan.

Cuando llovía, mi abuela siempre hacía sopaipillas. Unos 4 o 5 kilos de harina a veces, y llegaban todos los vecinos y amigos. “Ella nunca le decía que no a nadie”, dicen sus hijos. Hablaba por teléfono por horas, había personas que la llamaban para contarle sus problemas o desahogarse, y ella los escuchaba.

Acción política en tiempos de dictadura

La Norma militaba en la Democracia Cristiana, pero más que centrarse en la política, su vocación seguía siendo la ayuda social. Primero fue secretaria comunal del Partido, pero después de varios años y proyectos sociales, se le nombró coordinadora comunal.

Después llegó el golpe, y como las reuniones de los partidos quedaron suspendidas, se le encomendó a mi abuelita la tarea de tener un mimeógrafo en su casa, para poder imprimir los informes de las reuniones que se realizaban en secreto y distribuirlas para que los militantes se mantuvieran informados. Juego peligroso. La máquina metía mucho ruido, asique se tenía que poner música muy fuerte para que los vecinos no los denunciaran.

Para poder juntarse a discutir cuestiones políticas, se buscaba a alguien que estuviera de cumpleaños y se orquestaba una fiesta, donde muchos militantes llegaban con regalos. Hasta torta había. Recuerda mi mamá que llegaron a su casa personajes como Eduardo Frei Montalva, Gabriel Valdés, Alberto Zaldívar, varios políticos de la cúpula de la DC.

Otras veces llegaba un informe a la casa, el que tenía que imprimirse con el mimeógrafo y luego se envolvía dentro de paquetes de regalo, que mi abuelita y mi mamá repartían por varios puntos de la ciudad. Una cosa terrorífica, porque ¿y si las pillaban? El mimeógrafo después ya no estaba en su casa, pero sí tenía que seguir con la tarea de la distribución, y lo hizo por varios años. Una mujer valiente. Yo no sé si me atrevería a hacer una cosa así en su lugar.

Me contó mi tío Jaime que una vez habían llegado los militares a allanar la casa de los Orrego, un vecino que era radioaficionado y que vivía a un par de casas. Mi mamá había salido al balcón a colgar una toalla y se encontró con un patio lleno de militares. Imagínense el impacto de salir a tu balcón y que te apunten con un fusil y te digan que te entres. Estaban por todas partes, incluso encaramados en las paredes apuntando hacia la casa del vecino, quizás por si intentaban arrancar o algo, vaya a saber uno. Mi mamá se entró y llegó gritando que estaban los militares afuera y, entonces, salió la Norma.

Increíblemente, se puso a retarlos porque habían entrado al patio sin permiso, sin miedo alguno a que le pudieran hacer algo. Pero lo aún más increíble, es que después de un buen par de horas, los militares seguían ahí, y ella pensaba que podían tener frío, asique ahí partió a ofrecerles café. Los mismos militares a los que había gritoneado antes por invadir su patio, ahora estaban sentados en el living de su casa tomando café. Resulta que eran puros cabritos que se habían traído de Antofagasta, y que no tenían ni idea de dónde estaban parados.

Dar hasta que duela

Ya hacia los últimos años de la dictadura (aunque sus repercusiones aún se mantienen vigentes en el país), el secretismo de los partidos ya no era requerido y a mi abuela ya no la necesitaban tanto, asique ya no participó mucho en cuestiones políticas. Aparecieron otras figuras a posicionarse como importantes, y la Norma se fue quedando un poco fuera, pero nunca dejó de lado su vocación por la ayuda social. Siguió ayudando a otros hasta que se enfermó en el año 91 de un cáncer uterino que se la llevó en menos de un año.

Mi tío Willo, el mayor, comenta: “Fue la mujer más bondadosa, valiente y luchadora toda su vida, fue el ejemplo de entrega, solidaridad y compromiso social. Tuve la suerte de compartir eso con ella, su generosidad sin límites, hasta que doliera como decía el Padre Hurtado. Como corolario le debo la vida de tu prima Paulina, algo que nunca le pude agradecer en vida, pero que haré cuando me reencuentre con ella”. Por esos años, mi prima estaba batallando contra una leucemia que la tenía muy mal. La abuela hizo una manda en secreto, de la que sólo le contó a mi mamá, y le rogó a dios que tomara años de su vida a cambio de que salvara a su nieta. Mi mamá me dice: “De repente, la Paulina se mejoró y al poco tiempo le encontraron el cáncer a mi mamá. Yo pensé, Dios la escuchó”.

Se la veló en la misma parroquia que ayudó a formar, y a la que llegaron tantas personas a despedirse que algunas incluso se quedaron fuera de la misa. Entraba y salía una cantidad impresionante de personas durante todo el día, recuerdan sus hijos. Sin duda se la quería mucho, al punto en que, incluso en el presente, aún hay personas que paran a mi mamá en la calle y se les llenan los ojos de lágrimas al ver lo parecidas que son. “Tú debes ser la hija de la Norma, eres su viva imagen”, le dicen. La recuerdan todavía, tantos años después, con el mismo cariño de siempre.

Yo no conocí a mi abuela Norma, pero su figura me ha inspirado la vida entera a seguir siempre mis convicciones y a ayudar siempre a quién lo necesite. Porque no hay ir a misa para ser una buena persona, ni ser religioso para ayudar a los demás. La bondad no es algo que se es, sino que algo que se hace, y ella era buena siempre. Era una mujer valiente y solidaria, un ángel guardián para muchos, y también para mí.


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