Kast y la destrucción de Lastarria

Kast y la destrucción de Lastarria
De pronto esta calle de dos cuadras, que aún conserva construcciones de principios del siglo XIX, se convirtió en todo un emblema. Y había que estar acá para ganarle el quien vive a la nueva alcaldesa, sacar el máximo provecho político a la escena con los locatarios en compañía de Tere Marinovic y avisar a los canales para tirar algunas cuñas. Después irse a almorzar desmintiendo entonces la destrucción del barrio (porque si estaba todo destruido, dónde te ibas a ir almorzar pos José Antonio). De todas formas llegaban tarde, recién el lunes, cuando Irací Hassler ya se había reunido qué rato con los empresarios gastronómicos a un costado de la iglesia de la Veracruz.
Un barrio democrático y público
El viernes previo se anunciaban protestas así que me guardé temprano, no sentí ruidos por lo que calculé las cosas estaban tranquilas. La gente continuó chupando y comiendo como si nada en los restoranes bajo mi ventana, y sus voces siguieron en alza hasta poco antes del toque de queda. Por eso fue tan sorpresivo que se hablara de destrucción de locales, bomberos, incendios.
Al otro día los restoranes que más alegaron destrozos, el Victorino y el Boca Nariz, seguían ahí con sus mesas, sus sillas, sus paraguas. Todo estaba igual. La vida de la calle, que se parece a lo que dicen de las Ramblas de Barcelona en la época de la movida española, bullía en pleno tras el receso pandémico.
Aparecieron los pintores trabajando en vivo armados de acuarelas y pinceles, los vendedores de cachivaches y ropa vintage en las cunetas, libreros, artesanos. Las mesas en la calle y los autos pasando más lento que de costumbre para permitir así que el paseante que venía de otros sectores de la capital con el familión para disfrutar del parque y los juegos infantiles, pudiera caminar a sus anchas, o el bailarín o el músico poder ganar el sustento después de tantos meses difíciles. Un barrio democrático y público donde cabían todxs. Hasta los restoranes aspiracionales habían tenido que agachar el moño y cambiar al parroquiano cuico por el oficinista en happy hour.
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Un barrio rebelde donde cada viernes veíamos desfilar a los voluntarios de salud o la tropa arrancando de los pacos y el guanaco, buscando refugio detrás del GAM. Un barrio artístico con museos y galerías que en el último tiempo prestaba sus muros al arte callejero. Un barrio donde mi hija crecía tocando el piano que le prestaban en el café de la esquina, o bailando árabe con la chica que nos deleitaba por unas monedas trasladándonos lejos con la música y sus movimientos de manos, abdomen y caderas, que la pequeña imitaba saltando de acá pa allá. Un barrio donde aprendió el olor de las lacrimógenas a temprana edad y a salir arrancando, a comprar juguetes de segunda, y a entablar amistad con niños que venían de paseo por el día y a los que no volvería a ver.
Las ruinas de Lastarria
Ese sábado de fines de julio, a pesar de los mensajes alarmistas en Twitter de los que los titulares de los periódicos hicieron eco, el barrio seguía ahí con sus comensales, sus paseantes, sus vecinos, sus artistas. Los platos rotos habían sido barridos, y solo quedaba un tufillo dejado por el guanaco. Al menos dos conocidos discreparon también en Twitter. Uno de ellos, el escritor y periodista Ernesto Garrat, se fotografiaba en frente de un café y escribía “Acá en las ruinas del barrio Lastarria”.
https://twitter.com/ernestogarratt/status/1421548632285880328?s=20
Y el guionista de cómics Carlos Reyes señalaba “hasta ahora no he visto un local quemado” y luego ponía el testimonio de un vecino, quien relataba que los supuestos destrozos eran solo gente arrancando de un guanaco y el zorrillo, una pelea que dejó un vidrio quebrado más un incendio en un árbol ocasionado por una lacrimógena.
Solo en este barrio aprendimos a hacer yoga en el parque rodeados de pacos, mientras el profe encendía incienso y nos decía concéntrense en el aquí y el ahora (Grande Joche!). Yo hubiera salido arrancando antes pero como nadie se movía intentaba respirar profundo mientras veía a la turba correr perseguidos por los ‘terminator’ al lado de los mats. Este es nuestro espacio público, seguía el profe, y solo suspendía la clase cuando ya estábamos lagrimeando.
Este es mi barrio, el mismo en que aquel sábado en que no vimos ni un pedazo de plato roto, ni un resto de barricada, una pareja de hombres bailaba en plena calle sorteando los autos o incorporándolos al tango, al bolero o a la salsa que bailaban chik to chik, mientras uno de ellos volaba por los aires en brazos del otro, vitoreados por el gentío. Si en otro lado les hubieran gritado insolencias o hecho bullying, aquí los aplaudíamos, a mucha honra. La misma con la que oí por la ventana las pifias a José Antonio y reí.