Crítica de película: “Vivarium” (2019) ¿Cuál es el sentido?

Crítica de película: “Vivarium” (2019) ¿Cuál es el sentido?
Vivarium (2019) es una película de suspenso Sci-Fi. Jesse Eisenberg e Imogen Poots protagonizan la cinta que perturba con temas como la adultez, la maternidad y el marketing del capitalismo.

Si lees con tus oídos, puedes escuchar la crítica a continuación:
¿Son los hijos un problema? ¿Es una ventana a la realización Moderno-Líquida no tenerlos o solo se trata de una larga broma neoliberal que nos hemos tragado con afanes de autonomía consumista? ¿O es que solo una extraña especie de marcianos quieren colonizarnos y necesitan padres humanos para aprender a subsistir en la Tierra? El irlandés Lorcan Finnegan propone diversas lecturas para su thriller-ensayo Vivarium (2019, disponible en Amazon Prime). Con un dudoso CGI, el filme es protagonizado por Jesse Eisenberg (otrora Lex Luthor, otrora Mark Zuckerberg) e Imogen Poots (V de Vendetta y Need for Speed).
El problema de ser adultos
Sin demasiadas proezas técnicas, (por el contrario, unas pantallas verdes con gráfica de Poly Station) Vivarium logra problematizar con pesimismo Nitzcheata la adultez, la maternidad, el trabajo y la búsqueda de la casa propia. Con un tono primermundista (a lo gringo), pero que alcanza a tocar las aspiraciones del ciudadano promedio, el argumento se compone por tintes de cuentos folk europeos, El Resplandor y algo de la Dimensión Desconocida.
Jese Eisenberg interpreta a Tom, un jardinero de look ñuñoíno que está llegando a los 30 y pololea con la también millennial profe de párvulos Gemma, personaje de Imogen Poots. La dinámica de sus actuaciones se vuelve creíble al momento de introducirse en el estereotipo de familia heterosexual clásica, obligado por el contexto de encierro y desamparo al que los llevará el conflicto.
Como si de un cuadro del Génesis se tratase, Gemma y Tom buscan casa, y llegan a un Edén ofrecido por la inmobiliaria Yonder, en esas típicas oficinas de venta. Martin es el agente de la caseta que, con una vestimenta pulcra, desorbitados ojos verdes y desorbitada forma de hablar, despierta la sospecha de la pareja. Como si de la tentadora serpiente de la Torah se tratara, Gemma cede ante los ofrecimientos e insistencias de Martin, y junto con Tom lo siguen en auto hasta la tierra prometida.
La sombra luminosa de Magritte
Yonder se recrea por medio de pantalla verde: un condominio que se extiende hasta el horizonte, sin final, con unas casas inspiradas en “El imperio de las luces”, del pintor surrealista René Magritte. Verde agua es el color de todas las casas replicadas con un CGI que, a priori, parece falso y sin verosimilitud en sus objetivos. Sin embargo, el surrealismo es clave en la propuesta visual de Miguel De Olaso, quien dirige la fotografía. Las nubes, el sol, las mismas viviendas tienen una tridimensionalidad de pocas sombras y contrastes, como un juego de Play Station 1 o las animaciones de Windows 98. Sin embargo, la falsedad de este mundo termina al servicio de las actuaciones en cuanto a la perturbación de los personajes: manera eficiente de emplear un presupuesto de 4 millones de dólares.
La travesía de Gemma y Tom
Gemma y Tom empiezan a recorrer el modelo número 9 de las casas, mientras el alargado Martin los interroga, les ofrece alcohol y les pregunta también si tienen hijos. La respuesta despierta una imitación burlona de parte del vendedor, imitación media vengativa, para luego desaparecer con sus redondos ojos vigilantes.
Gemma y Tom se van al auto para escapar del lugar tan silencioso, raro, verde agua y sin gente. Cuando van a buscar la salida del condominio, los enredos de las calles (todas idénticas) los llevan de regreso a la casa 9. Y así hasta sudar la gota gorda. Y así hasta agotar la bencina. Sobre ruedas o caminando, siempre regresan, en un ciclo kafkiano, a la maldita casa 9. Así empieza la travesía trágica y depresiva de Vivarium: colores vivos y formas superficiales pintan el sueño del bienestar y la casa propia sobre un lienzo trágico.
Apartado Técnico
Los planos abiertos y de tonos pasteles, optimistas, como de infomercial, buscan transmitir esa paz falsa de los videos de inmobiliaria. De hecho, el ritmo del montaje de Tony Cranstoun es así: lento, como publicidad de condominio, consiguiendo a punta de pausados movimientos de cámara, la impaciencia y desesperación que causa una pregunta que tarda en responderse. “El imperio de las luces” merodea por el filme, condensando una fotografía dispuesta a convertir la luz en antónimo de esperanza. Al comprender esa referencia, se vuelve sencillo encontrar guiños visuales a películas como El Exorcista, con el clásico plano de llegada a la casa de la poseída.
Una caja aparece fuera de la casa 9: “críen al niño y serán libres”, dice el recipiente donde aparece una guagua húmeda: el aparente sueño de libertad. El niño crece a una velocidad no habitual. No sueña ni tiene imaginación. Parece que hay chance para salir de este condominio color esperanza.
El director irlandés (inevitable imaginarlo como pelirrojo y vestido de verde ST. Patrick), fue adolescente en una crisis inmobiliaria de su país, donde la gente estaba huyendo del centro a los suburbios. La promesa de la tranquilidad lejos del tumulto, casas “impresas” y trabajo, ofrecía un mundo feliz. Pero no era lo que esperaba…
El guion, como la ingrata historia humana, le asocia el trabajo maternal a Gemma, acompañando al niño que no tiene expresión. Ella le grita constantemente que no es su madre, cada vez que la imita a través de comportamientos repetitivos: ladridos, gritos, frases de sus criadores. Imogen Poots logra con credibilidad expresiones faciales de ansiedad, horror y desprecio, contrastadas con una maternidad instintiva o tal vez obligada por la situación de atrape.
Tom, por su parte, cava un hoyo en el patio, sin descanso, seguro de que algo va a descubrir. Jese Eisenberg parte su actuación con el clásico tono sarcástico de hípster lastarriento que emplea en roles anteriores. Pero la saturación de la rutina y la tortura psicológica del extraño crio inhumano, despiertan en el actor una tosquedad, un hastío patente, ya no intelectualoide, que amplía su catálogo interpretativo (que igual, casi siempre ronda en una actitud de desprecio).
Vivarium desdibuja la utopía del adulto joven (¿independencia, riqueza, paz mental?) y la convierte en terror sin necesidad (excesiva) de monstruos, optimizando recursos. Confronta la vanidad de la vida moderno-liquida, con etapas más “libres” como la niñez. Niñez (o libertad) que por nada del mundo queremos arrebatada, pero por la que terminamos cavando sin descanso, trabajando por salir de la jaula, para terminar en una más grande y de un color ineludible: verde agua, como la promesa de una inmobiliaria.
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