Crítica a Juego de cuatro estaciones, de Lilian Elphick

Crítica a Juego de cuatro estaciones, de Lilian Elphick
El cuento de la autora chilena apareció en la antología de narradoras chilenas Salidas de madre, Planeta, 1996. La crítica a continuación es impresionista.

Mate o la opacidad de los recuerdos
Si no quieres leer, ¡escúchalo!
[soundcloud url=”https://api.soundcloud.com/tracks/1396102285″ params=”color=#427099&auto_play=false&hide_related=false&show_comments=true&show_user=true&show_reposts=false&show_teaser=true” width=”100%” height=”166″ iframe=”true” /]El primer recuerdo que tengo de la lluvia es en la casa de mis abuelos: mis padres aún vivían con ellos, en la casa de arriba. Cabildo es un valle, pero más de la mitad del pueblo está construido en el cerro y los terrenos ascienden. En el de mis abuelos hay dos casas: una nueva abajo, en la calle, y otra vieja subiendo el cerro, arriba. Mis padres vivían en la casa vieja, hecha de madera, con una puerta que tiene una caída de dos metros de altura.
El recuerdo es que debíamos dormir vestidos por si el cerro se venía abajo por el fuerte temporal que azotaba el pueblo. Recuerdo el temor que me hicieron sentir el ruido de la lluvia golpeando las calaminas del techo y los truenos que retumbaban. No tengo recuerdos visuales, solo auditivos. Supongo que porque era de noche. No se debía ver nada por esas ventanas enormes que aún tiene la casa, de madera desvencijada, por las que se ve el valle entero.
Mi primer recuerdo del barro es en el patio de esa vieja casa, supongo que del mismo temporal. Había que caminar por unos planchones de goma por los que, al pisar, el barro asomaba manchándolo todo, como un sanguchito de palta. El barro estaba en absolutamente todas partes, mi madre me decía que lo odiaba.
Ana también odia el barro. Se le cuela dentro de la casa y debe baldearlo, pero siempre permanece, aunque sea escondido en algún rinconcito, en algún lugar imperceptible: la esquina de la pared, la pata de una cama, como narra. Veo el barro ya seco en sus manos, en sus brazos. Veo el barro pegado en los pliegues del codo, agrietado, con un color sin brillo.
El cuento “Juego de cuatro estaciones”, de la escritora chilena Lilian Elphick (Santiago de Chile, 1959) plasma esos matices, esos colores sin brillo de la infancia de muchos y muchas.
“Los recuerdos son como costras de barro que quedaron pegadas para siempre en algún rincón de la pieza, aquellas que una descubre después de harto tiempo y que son parte de ese rincón”
Mi mejor amigo me contaba que ese barro también lo tenía pegado en la infancia, en la memoria incómoda con la que veía a su mamá tejer dormida porque no había plata. Pero él no odiaba el barro propiamente tal, sino la mancha del barro en las cosas. La adherencia del barro dejaba una película contra la que los colores chillones de la ropa china no podían hacer nada. Las chalas, sobre todo, unas chalas de un rosado fosforescente abandonadas en medio del barro, como si fuera brea.
Pero el cuento de Elphick no son solo descripciones de la precariedad. Me parece que el cuento es la precariedad, que la autora lo demuestra hasta en el lenguaje: “¡tonta conchetumadre, quédate callá, niesque me estai volviendo loca!; aprieto los puños y pienso que si le pego todo se va a acabar, cierro los ojos, ya pasaron las ganas”. Un recurso que también utiliza Claudia Huaquimilla en su película Mis hermanos sueñan despiertos.
Porque el cuento trata de dos hermanas abandonadas por la madre y echadas a la calle por el padre. Dos hermanas que tratan de sobrevivir a como dé lugar, pero que la mayor asume el rol materno: “hermamá”, se dice a sí misma. Y le escribe cartas a la hermana menor, a Fabiola. Le inventa un enamorado a través de cartas que la va a ir a buscar y la salvará del mugrerío.
No hay allí una crítica hacia la madre por el abandono, sí hay una denuncia al padre por abuso. Pero la madre pareciera ser que hizo lo que pudo con lo que tenía. Allí también está lo precario, en esa incapacidad de accionar más allá, de comprender que los adultos hacen lo que pueden con lo que tienen.
Entonces, veo a mi padre zamarreándome por no querer salir de casa, porque no sabía cómo decirme que no me podía quedar solo y, en ese preciso instante, un temblor. Una rabieta de niño chico convertida en un recuerdo telúrico que refleja su propio barro, que asoma, otra vez, como sanguchito de palta.
Veo a mi madre empujándome por no querer comer, veo a mi amiga amarrando a su hija a la silla por lo mismo.
Veo a los/las adultos como niños con las patas llenas de mugre, con una infancia de la que no acaba de salir esa película sin brillo que deja el barro, porque no saben cómo sacársela.
Para lo último, para limpiarse, están las cartas. Las cartas que Ana le escribe a su hermana finalmente también son para sí misma. Creo que todos y todas en algún momento nos escribimos esa carta.
Mi mejor amigo me llamó una vez cerca del amanecer, nos habíamos visto hasta como eso de las 01:00 am y me dijo que se iría a su casa. Pero cerca de las 06:00 am me llamó llorando desconsolado, diciendo que lo había hecho, que finalmente lo había hecho. Me levanté de la cama de un salto y me vestí rápidamente.
«Voy manejando a tu casa, me van siguiendo los pacos».
Un auto con las luces altas lo seguía de cerca y él no podía parar de llorar. Nunca aceleró para arrancar, creía que la detención era algo inminente y, además, que haber matado al hombre que abusó de él era algo que sí o sí pagaría con cárcel, como un intercambio justo.
“En un auto vendré sacando forro haciendo cagar la caja de cambios vendré borroneando todo los luches que encuentre a mi paso levantando todo el polvo del callejón donde viven que salgan las viejas y los guatones a mirar cómo llego y las rescato superman”, Ana se escribe a sí misma y a su hermana.
Yo por teléfono le decía a mi amigo que se calmara, que me dijera dónde venía, qué calles, qué edificios; que me describiera la ciudad y se concentrara en el camino: ¿las luces están en verde o en rojo? Ah, Park Hotel, allí hay un disco pare y la línea del tren, cuidado. Baja la velocidad, hueón, tení que llegar acá intacto, acá lo vamos a arreglar, yo voy a hablar con los pacos. ¿Me vai a ir a ver a la cana?, me pregunta y siento como sorbetea los mocos y que se limpia los ojos de pasada, como si limpiara el parabrisas.
Cuando finalmente llegó, corrió a refugiarse detrás de mí como un niño pequeño. Detrás de él llegó el auto, que me encandiló con sus luces. Le dije a mi amigo que me esperara en la puerta y allí se quedó, sollozando y repitiendo que no quería hacerlo. Me acerqué, era su hermana mayor.
Me dijo que se había agarrado a combos, pero que nunca pasó nada más, que de pronto salió corriendo, se subió al auto y aceleró. Entonces, ella lo siguió. El alcohol lo tenía alucinando. Condujo a mi casa porque sabía que allí estaría seguro. Pasamos la mañana reconstruyendo lo sucedido, parte por parte. El asesinato se lo había inventado en algún punto de la noche, lo detonó la rabia acumulada.
Había pasado años escribiéndose una carta, inventándose cosas que nunca iban a suceder y reinventando de alguna forma el pasado, pero finalmente esas manchas no salen, como dice Ana. Las manchas quedan pegadas para siempre en un rincón, hasta que unx descubre que hay que aprender a vivir con ellas.
“Juego de cuatro estaciones”, Lilian Elpihck
Salidas de Madre. Editorial Planeta, 1996.
Número de páginas: 81-96.
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