Arte y exilio: la vida al compás de una folclorista

Arte y exilio: la vida al compás de una folclorista

Una reunión fortuita se transforma en una visita íntima al mundo de la folclorista María Elsa Salinas, quien nos permite seguirle el ritmo en una emotiva conversación acerca de su pasado, su vocación y su obra.

Para disfrutar este perfil en audio, reprodúcelo aquí:

A la María Elsa la conoce casi toda mi familia materna. Yo no la conozco, pero ir a verla parece una rutina importante. Mi abuela lo hace en una suerte de peregrinación. Su amistad con ella parece basarse en agradecimientos. En los 80, cuando mi abuelo perdió su trabajo como examinador de pruebas de conducción en la Municipalidad de Valparaíso, María Elsa lo entusiasmó con la idea de emigrar a Suecia. Así pasó, lo recibió en su casa y hoy, un jueves lluvioso de julio, nos recibe otra vez a mi abuela, mi mamá y a mí.

Para siempre migrante

María Elsa vive en Rinkeby, un barrio de inmigrantes en Estocolmo que alguna vez fue lindo. Cuando nos bajamos del metro parece que la estación fuese el límite hacia un lugar lejano. Los torniquetes funcionan de paso fronterizo para lo que María Elsa llama “la Somalia chica”, por los africanos que se toman la plaza principal para vender aliños y paños con los que las musulmanas se tapan la cara. El ambiente tiene un olor espeso a cebolla y comino. En el centro de la plaza hay una fuente de agua con el nivel demasiado bajo para funcionar que se transforma en asiento para la pausa del cigarro. Parece un barrio tomado o, a esta altura, colonizado. Una vez, Rinkeby fue de los chilenos, o eso dice María Elsa. Habrá que creerle si lleva 46 años acá.

Pasado el mercadillo somalí, se divisa un conjunto de edificios color damasco. Mi abuela saluda a una señora en el balcón del primer piso y le grita desde fuera que tire las llaves, pero no hace caso. Con dificultad se levanta de una silla de playa verde una mujer robusta de pelo canoso y liso por sobre las orejas. Cuando la saludo su olor se me queda grabado, una mezcla de pachulí y encierro. Nos hace pasar a un departamento grande y oscuro que comparte con dos iraníes a quienes les subarrienda unas piezas para complementar su pensión. Dice, entre risas, que de alguna forma tiene que costear sus enfermedades. No sé si reírme o no.

Su cocina es larga y está cochina. Dice que le vinieron a hacer almuerzo hoy y le limpiaron un poco, pero la suciedad es de esa que se impregna en paredes y superficies. Una capa amarillenta que carcome las cosas hasta ponerlas rancias, y medio que la carcome a ella también. Se sienta en una silla eléctrica con la que se mueve entre la cocina, el baño y su dormitorio. Esas son sus tierras; a lo demás —living, oficina, comedor— lo habita el abandono total. Estas zonas despobladas de su casa las decoran fotos empolvadas, restos de lo que alguna vez fueron plantas de interior y artesanías de Chile.

También está su colección de payasos. Junto a la entrada en la que nos saludamos con un abrazo efusivo de quien se conoce desde siempre, hay una vitrina con decenas de payasos. Todos los tamaños, colores y materiales. Payasos brillantes, payasos de alambre, payasos de loza, de madera, algunos minúsculos y otros en forma de servilletero. Sobre su mesa de la cocina, como coronando su colección, hay un cuadro al óleo de un payaso tristón. “Ese fue de los primeros que pinté”, me dice.

Ya sé algunas cosas de María Elsa: no le preocupa la limpieza y le fascinan los payasos. Pero, además, le gusta el arte. Me muestra una montonera de cuadros acumulados entre el desorden de su pieza. Todos brillantes, llenos de vida, como si quisiera pintar lo que le faltara. Eso pienso en un principio, pero dicen que la boca castiga. Al poco rato, noto que a ella la vida le sobra. Se le desborda en un pasado asombroso y en un presente manso. Yo solo escucho y pregunto, me invade una curiosidad infantil por querer que me cuente todo.

Llevarse Chile en la maleta

Me habla de su vida en Chile como si fuese la historia de alguien más. Una vez estudió pedagogía básica y una vez fue profesora de lengua castellana, pero sentía que no era tan buena. Una vez una amiga la invitó a hacer clases de baile y ella aceptó. Así, sin nada de experiencia, comenzó a impartir clases de ballet en la Escuela de Bellas Artes de Valparaíso. En esas salas con suelo de parqué del Cerro La Loma nació la vocación que la ha acompañado por las siguientes décadas.

María Elsa hizo del arte un lenguaje mucho más significativo que el idioma. Del ballet llegaron otras danzas, hasta que apareció el folclore. Al poco tiempo, la falta de teoría y las ganas de aprender la llevaron a la Escuela de Música de la Católica de Valparaíso. Por tres años, tomó todas las clases que pudo acerca de música tradicional, sobre todo las que impartía Margot Loyola. Había encontrado su lugar, uno donde el folclore se transformó en pasión y sustento. Pero, lamentablemente, la vida tomó un giro inesperado.

Fotografía grupal en blanco y negro del grupo folclórico Tierra Larga, dirigido por María Elsa Salinas, en el 6° Festival Nacional de Folklore de San Bernardo, Chile, 1977. María Elsa aparece destacada, a color, con un vestido blanco al centro de la foto. Autor desconocido, fotografía perteneciente a Sandra Auth, derechos reservados.
Presentación del grupo folclórico Tierra Larga, dirigido por María Elsa Salinas (destacada en la foto), en el 6° Festival Nacional de Folklore de San Bernardo, Chile, 1977.

Llegó el 73 y al poco tiempo la despidieron. Tuvo que dejar de estudiar y pasó de trabajo en trabajo buscando oportunidades para ella y su hermana chica. El sueño del folclore se alejaba y comenzaba a parecer inalcanzable. Los tiempos golpeaban a ritmos agotadores. En el 78, con 29 años, después de una breve conversación por teléfono con un medio hermano mayor que vivía en Estocolmo, se le mete en la cabeza que tiene que irse. Nunca vio a su hermano en persona. Cuando llegaron con su hermana al aeropuerto, él quedó de ir a buscarlas y no apareció.

Tras su llegada a Suecia la sigue su pololo Rolando, a quien conoció en la Escuela de Bellas Artes una vez que entró a la sala haciéndose el chistoso para aprender a bailar la tirana. Pasan meses difíciles como inmigrantes al negro, viviendo en piezas de allegados hasta poder arrendar su departamento propio. Un día, cuando él se despide para ir a clases de sueco, María Elsa sospecha la traición. Algo va fuera de tiempo.

Lo sigue a la casa de un conocido que solía dejarlos ocupar una pieza. Espera a que se vaya, entra al edificio, se mete al departamento a la fuerza, sin importar la negativa del dueño. Encuentra una pieza totalmente amoblada con ropa nueva, platos, vasos y ollas. En un cajón están las cartas de su Rolando con otra mujer chilena que llegaría a Suecia la semana siguiente para vivir con él. María Elsa rompe todo; ropa, platos, vasos, ollas, y no lo ve nunca más. Supo que murió de cáncer hace algunos años. Cree que si hubiese estado con ella, quizás estaría vivo.

María Elsa tuvo 4 abortos espontáneos con Rolando. En nuestra conversación les dice mis guagüitas, pero cuando habla de eso no se nota tristeza, solo pone una sonrisa resignada. A finales de sus 30, cumple sus deseos maternos con Luis, su marido, otro chileno en Suecia con el que concibió a su único hijo, Rodrigo. Parece chiste, pero en un afán de burlar a la genética, Rodrigo encaja en la perfecta idea estereotipada de un vikingo. Me lo muestra en una foto que tiene de fondo de pantalla en su celular. Sale ella abrazada de él, un hombre corpulento con los ojos azules y la barba dorada.

Son las 6 PM y, como la costumbre chilena no se pierde, preparamos la once. Aun cuando el sol de Estocolmo pareciese indicar que de día queda mucho. Al lado de un ventilador celeste que junta motas de pelusas del porte de canicas, hay una foto plastificada de Rodrigo de 12 años con un traje de la diablada. “Así me acuerdo de tu hijo”, le dice mi mamá. Ella responde que ese traje se lo hizo ella misma para que bailara con el grupo y que estaba todo pegado con silicona caliente.

El grupo del que habla, me entero después, es el grupo de folclore chileno que María Elsa lideró por casi 25 años en Estocolmo, “Ecos de Chile”. Un par de años después de su llegada, cuando ya hablaba sueco, consiguió trabajo como profesora de teatro musical en una escuela. En paralelo, fundó un grupo de baile para adultos interesados en las danzas de Chile. Latinos y uno que otro sueco se juntaban semanalmente a aprender cueca, trote, cacharpaya, vals chilote.

Rodrigo asistió a los ensayos desde los 4 meses y a los 6 años ya acompañaba a las alumnas cuando faltaban varones en las coreografías. A los 13, no quiso bailar más con señoras y su mamá desarmó el grupo para hacerle uno nuevo enfocado en adolescentes. “Ahí gané un par de años más de baile”, dice María Elsa, “pero a los 20 me dice que va a ser papá y que quiere enfocarse en eso”. Cuando Rodrigo dejó el grupo, María Elsa también. Un final adelantado. Le pregunto si el grupo sigue hoy:

“No, se acabó cuando yo me fui. Sé que ahora hay algunos parecidos, pero hacen fantasías y yo no hacía fantasía, lo mío era folclore”.

La vejez y lo que queda por hacer

María Elsa parece hablar en una prosa elegante sin quererlo. Tiene tono de profesora. Agarra las palabras con cuidado y todo sale de su boca con cierta gracia que su aspecto perdió hace años. Es una cuentacuentos innata y yo, que me veo fascinada por sus historias, la contemplo como un espectáculo decadente.

“La Elsa sí que no se cuida nada”, la acusa mi abuela. “De algo tengo que morirme”, le responde ella. Tiene diabetes y hace unos meses sufre de un dolor muscular en la pierna derecha que le dificulta la mayoría de las actividades. María Elsa se lo toma con una ligereza envidiable. Cuando habla de su vida no separa lo bueno de lo malo, todo se entrelaza para terminar en la escena actual, una artista medio encarcelada en su cuerpo y autoexiliada de la escena y su país, al que ya no vuelve más.

Durante años, sobre todo después del 2014 cuando le diagnosticaron Alzheimer en primera etapa, le vino la idea de recopilar su vida. La escritura llegó como pasatiempo, haciéndole cuentos personalizados a sus nietos para regalarles en Navidad. Luego, nace un libro de memorias y reflexiones sobre su vida como folclorista. Aunque le da vergüenza definirse así, porque le parece patudo. “Te lo regalo”, me dice, “lo tengo ahí en el computador, son como 400 hojas eso sí”.

Me pilla desprevenida. Quiero decir que no, pero no digo nada, las ganas de leerlo son más grandes. “Lo único que quiero es que no se pierda, está listo” dice. Cuenta que una vez en Chile tuvo una reunión con una persona del Ministerio y que le interesó su manuscrito, pero que tuvo que volverse a Suecia por una emergencia y la cosa quedó ahí. Le pesa haber dejado su Valparaíso natal y la actividad cultural incesante de los cerros porteños.

“La María Elsa no cambia”, eso me dice mi mamá en la noche después de volver de su casa. Sigue juguetona ante la adversidad. No le interesa el qué dirán, se muere de la risa contando historias sobre un ex amante kurdo que conoció en el trabajo y la vez que encontró una chilena varada en el aeropuerto y se la llevó a su casa sin conocerla por una semana hasta que encontró otro vuelo. La Elsa es generosa en toda la amplitud de la palabra. De esas personas que si te ven mirando algo te dicen: ¿Te gusta? Llévatelo. Pasa toda nuestra reunión ofreciéndole a mi mamá la colección de payasos y le termina regalando a mi abuela un ficus de plástico que me tuve que llevar de vuelta en el metro por ocho estaciones. Me sorprende que la generosidad sea tan amiga de la soledad.

Mi único recuerdo de ella es de ese día. Regalando la historia de su vida a alguien que ha visto una vez, pero queriendo que al menos una persona la lea. “¿Y sobre qué es el libro?”, le pregunto.

“De lo único que sé, de folclore, del folclore chileno lejos de Chile”.

Dice que ya está vieja, pero que cuando esté peor le gustaría quedarse en un asilo sueco. Yo la escucho con una tristeza casi personal, sentada en el living abandonado que alguna vez fue centro de fiestas, albergue, sala de ensayos, escenario, hogar. Fue de todo menos una fantasía, porque María Elsa no vive de fantasías.

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